sábado, 11 de febrero de 2017

Pueblo

Un anciano en la puerta de su hogar
apoyado en el bastón que
cargaba con el peso de
toda una vida.

¿Es que a caso no había mirado las

fachadas de esas casas incontables veces?

Ahora muchas de ellas estaban comidas

de moho, como su alma.
Pero en su mente él reconstruía las calles y los momentos.

En aquella esquina, Diego le había enseñado a montar en bicicleta.

Marcó su primer gol entre las marcas
que dos rocas grandes,
que ya no estaban allí,
habían dejado.
Carla, la primera chica de la que se
enamoró,
lo había besado en el banco de enfrente,
tras un arbusto, para que sus padres no los vieran.
Pensó que sería su único amor, pero por
el mismo banco,
pasaron Mari, Carmencita, la hija de la panadera. Y de todas pensó estar enamorado. Hasta que conoció a su Milagritos.

Miró mas allá del banco,

el árbol que escalaba y que lo hacía sentir
el rey del parque
había crecido, y ahora tenía un grueso tronco y unas raíces que lo anclaban a la tierra, inamovibles.
Unas raíces que a él también le habían crecido,
y que lo habían atado a este lugar eternamente.

Ahora veía su yo adulto,

agarrando la mano de Milagritos.
Observaban la casa a sus espaldas, dónde había sido criado, dónde ambos habían criado a sus hijos
y dónde sus hijos habían criado a sus nietos.

Un niño pasó corriendo delante de él,

mientras otra niña intentaba rozarle la camiseta
para ganar el juego que decidiría
qué sería lo siguiente a lo que jugarían.

Quería a ese pueblo, quería a su gente,

sus calles, sus niños, sus parques,
sus colegios y sus iglesias.
Quería a su río.

Una chica, con sus mismos ojos,

se acercaba a él, sonriente, móvil en mano.

En la pantalla, un mensaje: Estoy harta de este pueblo.


-Hola, abuelo.