martes, 17 de octubre de 2017

Amor meu

Perdóname si no puedo ser el coral
que se quede petrificado
en el fondo al que yo misma
te he arrastrado.
Donde no llega la luz del Sol.

Soy una niña pequeña aprendiendo a caminar

sin tu mano,
que se recrea en el gateo porque desde aquí tus ojos
me brillan con más amor.

De nuestro incendio

no nacerá más fauna,
las flores
quedarán muertas para hacer de banda sonora a
nuestro recuerdo.
A lo que podríamos haber sido.

Perdóname por ser esa

tormenta
de verano, que llega,
desbordándote
el dolor escondido,
despertándote
el cariño con el que me abrazabas.

Yo solo necesitaba que me arrastrases

contigo, que me elevaras, que me estrellaras, que me rompieras, que me quisieras, que me tirases...
pero que me levantases.
Que me levantases y
me mimases
como solo tú me
mima(ba)s,
me rogaras las heridas y me besaras
el perdón.
Y yo te lo besaría de vuelta encantada.

Quizá no pueda ser un coral

en tu hondo
pero sí la mínima y tímida luz que tus corrientes de agua calmada
enloquezca.

martes, 5 de septiembre de 2017

Obligarte

Hoy te he visto,
y describir lo que he sentido sería más inútil que haberte obligado a que te quedases para siempre.
Por favor.

Aunque no podría obligarte,

no por mi,
sino por ti.
Tú y yo no seríamos el perfecto ejemplo del
síndrome de Estocolmo.
Y tú, mi rehén,
te desatarías las sábanas de mi cama
y te irías una mañana por la ventana.

Se quedaría tu olor,

en mis sueños,
en mi almohada,
en mis lágrimas trasnochadoras
y en mis ojeras con insomnio.

Se quedaría tu piel

debajo de mis uñas y entre mis piernas,
rozando mis mejillas y mis cosquillas.

Pero tú no te quedarías,

emigrarías de un sitio a otro para que nunca
te encontrase.

Y yo ya no sé dónde buscarte.

sábado, 11 de febrero de 2017

Pueblo

Un anciano en la puerta de su hogar
apoyado en el bastón que
cargaba con el peso de
toda una vida.

¿Es que a caso no había mirado las

fachadas de esas casas incontables veces?

Ahora muchas de ellas estaban comidas

de moho, como su alma.
Pero en su mente él reconstruía las calles y los momentos.

En aquella esquina, Diego le había enseñado a montar en bicicleta.

Marcó su primer gol entre las marcas
que dos rocas grandes,
que ya no estaban allí,
habían dejado.
Carla, la primera chica de la que se
enamoró,
lo había besado en el banco de enfrente,
tras un arbusto, para que sus padres no los vieran.
Pensó que sería su único amor, pero por
el mismo banco,
pasaron Mari, Carmencita, la hija de la panadera. Y de todas pensó estar enamorado. Hasta que conoció a su Milagritos.

Miró mas allá del banco,

el árbol que escalaba y que lo hacía sentir
el rey del parque
había crecido, y ahora tenía un grueso tronco y unas raíces que lo anclaban a la tierra, inamovibles.
Unas raíces que a él también le habían crecido,
y que lo habían atado a este lugar eternamente.

Ahora veía su yo adulto,

agarrando la mano de Milagritos.
Observaban la casa a sus espaldas, dónde había sido criado, dónde ambos habían criado a sus hijos
y dónde sus hijos habían criado a sus nietos.

Un niño pasó corriendo delante de él,

mientras otra niña intentaba rozarle la camiseta
para ganar el juego que decidiría
qué sería lo siguiente a lo que jugarían.

Quería a ese pueblo, quería a su gente,

sus calles, sus niños, sus parques,
sus colegios y sus iglesias.
Quería a su río.

Una chica, con sus mismos ojos,

se acercaba a él, sonriente, móvil en mano.

En la pantalla, un mensaje: Estoy harta de este pueblo.


-Hola, abuelo.